miércoles, 17 de junio de 2020

Un huracán con nombre de mujer




Sobre Temporada de huracanes,
de Fernanda Melchor (Random House, 2017)


Lourdes Peregrina
Que por qué me siento así. No sé. Tal vez leí el libro de un tirón, sin comer, casi sin moverme de lugar, en una casa -mi casa- calentada por lo menos a la misma temperatura que se describe en la primera escena de la novela, como se bebe una medicina amarga. Pero el alivio fue inmediato.
Me pregunté: ¿Por qué no es esto igual que leer "Sensacional de traileros" con su cornucopia de desgracias, pornografía y palabrotas, o el "¡Alarma!"? Me sentía culpable de continuar leyendo gozosamente; sentía pudor y un poco de asco, pero no podía parar. Nunca he probado drogas ilegales, pero sí he tenido sexo casual y estúpido, con plena consciencia de que debía detenerme a cada momento. Supongo que así debe ser cuando uno accede a probar cualquiera de ellas y así fue con este libro.
Es obvio que me sentía culpable porque lo disfrutaba, tanto como uno puede disfrutar Los cantos de Maldoror (que leí tres veces). Disfrutaba con los hechos y con las fantasías de los personajes. Empatizaba con ellos al ir descubriendo como en A sangre fría, que los monstruos dejan de serlo cuando se mira de cerca. Pero no es que entonces ya no infundan temor: lo hacen doblemente, al darnos cuenta de lo mucho se parecen a nosotros.
Cuando terminé de leer, ya había tenido un estallido de ira porque me interrumpieron para preguntarme de qué se trataba la novela. Eran mis hijos. Me sentía como si me hubieran cachado viendo porno. Hasta cerré el libro. Grité y los mandé a bañarse con la manguera al patio. Eso les encantó. No volvieron a interrumpir; terminaron de bañarse, se secaron, se cambiaron y esperaron pacientemente para sentarse a la mesa hasta que acabé la última página. Soy la peor madre del mundo, (eso ha quedado establecido), pero en mi defensa, a medio día habían comido hamburguesa, así que cuando mucho pasaron dos horas de hambre y ya.
Dije, ¿por qué me gusta tanto esto? Ok, estoy dañada, sí, pero ¿qué más? ¿Por qué no es esto como ver "Narcos" o alguna de las innumerables series, documentales o películas sobre capos? Producciones que aunque excitan mi morbo, he censurado por la razón de que no acepto los homenajes a la narcocultura.
Todavía no me quedaba muy claro el saldo de la lectura, pero después de recoger la mesa y lavar los platos y regañar a los niños por dejar tirada la ropa mojada, me di cuenta de que en verdad, me tranquiliza. Me hace sentir segura leer la realidad ficcionada que vivo todos los días en uno de los países más violentos de América Latina, en uno de los estados más violentos de México, en uno de los municipios más violentos de Veracruz.
La prosa de Fernanda Melchor me permite asomarme a las motivaciones que pueden existir para decapitar a una persona o para golpearla hasta la muerte. Me hace sentir que existen esas motivaciones. Que la gente no comete esos actos nomás porque sí. Patético consuelo, ¿no? Pero es que vivir azotados por un mar de violencia, con la sensación de que la siguiente ola nos va a tragar a mí o a ti sin que tengamos idea de lo que pasa, no es vida. Casi por instinto de supervivencia, tratamos de convencernos de que quienes asesinan y secuestran no están tan enfermos como para que les dé lo mismo levantarnos a cualquiera y exigir un rescate ridículo para matarnos de todos modos.

Partida triple
Vivo en Coatzacoalcos. Para mí la violencia no es una broma, ni una fuente de disfrute, es algo muy real que enfrento cada día. Han secuestrado, torturado y matado a un amigo muy querido, han golpeado a mi compañero de trabajo hasta destrozarle la cara y hacerle perder un ojo, han robado en todas las casas de mi cuadra incluyendo la mía, sin que haya razones plenamente identificables para esos actos o que justifiquen una ganancia financiera proporcional al daño que provocan. Eso sí que hiela la sangre. Gente que es capaz de secuestrarte por mil pesos, o dispuesta a llevar una pala, sogas y bolsas de basura a una dirección por 500. En la novela es por 100 pesos que "El Munra" acepta llevar a los chamacos malandros a hacer un "jale". Cuando uno está metido en esa realidad, no hay belleza en ello. Sólo horror, sólo caos.

Por otro lado, perteneciendo a una generación de mujeres que prefieren no ser madres, yo lo soy, pero me encanta que Fernanda sea implacable al respecto. Adoro a la mamá de "El Luismi", Doña Chabela, cuando se pone a hablar de lo arrepentida que está de haberlo engendrado. Me da mucha risa el tono y la elección de vocabulario, porque yo defiendo el derecho de las mujeres a abortar si así lo deciden y de expresar su arrepentimiento en caso de que no se hayan atrevido por alguna de las mil razones que hay para no atreverse.
Si algo tengo es una visión  desmitificada de la maternidad. He aprendido viviéndola que es tan compleja y tan vasta, que tienes razón si dices todo lo que doña Chabela, y tienes razón si el 10 de mayo le llevas una florecita a tu mamá; es cierto lo de los pañales asquerosos, el llanto interminable y el cansancio, pero también es cierta la ternura, el asombro, la experiencia metafísica de que exista un cuerpo que te duela más que el tuyo.
En Falsa Liebre (Almadía, 2013) me molestaba que siempre que Melchor ilustrara una escena de particular hartazgo, añadiera el llanto de un bebé. Digo, puedo pensar en otros sonidos realmente molestos: como los que provocan las personas que quieren demostrar su éxito en la vida ampliando sus casas de interés social hasta convertirlas en palacetes y martillean, taladran y cimbran sin reparos, o las personas que arreglan sus carros para que hagan ruido, o las personas que hacen fiestas de karaoke a todo volumen. He dicho.

También soy católica y creo en Dios, pero me parece divertidísima la parodia de la gente que vive una fe de pacotilla, rezando, yendo a misa, predicando, mientras permanecen obscenamente ciegos ante las necesidades de quienes se encuentran más cerca de ellos.

En resumen, la novela debería ofenderme por descubrir belleza en la violencia, condenar la maternidad y ridiculizar la fe. Pero no ocurre así. El texto me enfrenta con mis temores y dudas, pero me acompaña en el camino.

Todos parejos
En cuanto a la misoginia, creo que hace un retrato crudísimo pero muy atinado de la violencia de género. No hay piedad para las mujeres o los seres feminizados que disfrutan el sexo (pinches putas), se condena a las que no les gusta (pinches frígidas), se condena la maternidad (se embarazan para amarrar al marido), se condena el aborto (pinches asesinas), se condena la infertilidad (están muertas por dentro), se condena a las mujeres trabajadoras (por eso les violan a las hijas), se condena a las amas de casa (pinches huevonas), se condena a las que son mantenidas por el marido (pinches aprovechadas), se condena a las que mantienen al marido (pinches pendejas). Claro que tampoco hay muchas concesiones para el género masculino, acorralado en un espiral de violencia donde la única salida es ponerse hasta la madre: Doña Fer barre parejo, es lo que me gusta. La paridad con que a todos se los lleva la chingada.

Dice Martha Lamas que la exacerbación de la masculinidad por la presión social, obliga a los hombres a ejercer la violencia para ingresar a los grupos de poder, mediante pruebas que van desde experimentar con drogas, cometer un robo o una violación, hasta el asesinato.
Por eso, ella sostiene que la lucha por la equidad de género no es una lucha de hombres contra mujeres, sino de todos contra el machismo, porque el machismo es lo que nos lastima a todos. A ellos los obliga a proveer, a ser feroces, a actuar como si nada les diera miedo o los conmoviera; a nosotras, a renunciar a nuestras aspiraciones personales o profesionales, y en el último de los casos, a nosotras mismas (ab-negare).

También Martha Lamas habla del affidamento, que es un concepto propuesto por la Librería de mujeres de Milán, y que se refiere al reconocimiento que expresa una mujer por otra mujer. Es valioso en la lucha por la equidad porque permite a las mujeres, además de apoyarse, reconocerse como las mejores en algo, afirmarse e inspirarse.
Bueno, aunque no es mayor que yo, su alma es vieja, y mi alma se alegra mucho de que exista una mujer con ese fuego interno, que escriba sin miramientos, capaz de construir una novela que trasciende el lenguaje, el tiempo y el espacio, capaz de desnudar así la realidad, hasta que ya no hay odio, fealdad ni tristeza, sino sólo humanidad, sino sólo ese tenderse a mirar el cielo nocturno y perderse en las promesas de luz.

Por supuesto, soy adicta a la desesperanza acidulada con la ideación suicida, así que la novela me permite dar rienda suelta a esta sensación de que habitamos el Infierno y de que no hay ninguna solución posible, porque el mundo se pudre de a poco y no hay hacia dónde correr.
Todo mundo ve las notas aterrorizantes sobre lo que pasa en Coatza, o en otros lugares de Veracruz, y piensan que aquí chapoteamos en charcos de sangre, librando los cadáveres. No es tan así, vaya. Aunque sí es bastante malo. Y le choca a uno que la gente diga: "Ay, Dios, cómo pueden vivir ahí, como animales, váyanse mientras puedan". Y uno asiente mientras en su mente golpea fuerte en la nariz al interlocutor.
"Sólo se puede juzgar lo que se ama", decía Erasmo de Rótterdam, y Fernanda ama Veracruz, le apasiona en toda su complejidad, por eso cuando narra los horrores que aquí vivimos, quiero pararme y aplaudirle y abrazarla. Bien contado, Fer.

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