viernes, 2 de mayo de 2014

Carta de motivos muy larga

Carta de motivos para ingresar a la maestría en Lingüística Aplicada en la UNAM

Cuando nos graduamos de la carrera de Lengua y Literatura Hispánicas hicimos una misa de acción de gracias. El grupo completo era de unas 35 personas, pero los católicos practicantes no pasábamos de 10. Había poca gente en la iglesia; yo estaba muy conmovida, pues me habría gustado que mi madre asistiera, pero ella había muerto al empezar yo la escuela. De repente, me sacó de mis tristes reflexiones una pregunta que lanzó el sacerdote a quemarropa: “¿cuál es el objetivo de su carrera?”
Se hizo un silencio; me limpié las lágrimas y los mocos y traté de hilar alguna idea, de decir algo, pero se me enredaban las palabras. Recuerdo que mis compañeros tampoco hacían más que mirarse unos a otros un poco avergonzados, sonriendo tímidamente… quizá si nos hubieran pedido una redacción… Eso sin duda, habría sido más apropiado. Por fin consiguió hablar mi amiga Laura que dijo: “formar buenos lectores”. Mi primo, que estaba una o dos filas atrás de nosotros, los graduados, preguntó conteniendo apenas la risa: “¿y para eso estudian tanto?”. Yo me indigné en silencio y le lancé una mirada asesina, pero no podía hacer más.
Después el padre continuó diciendo que fuera lo que fuera que estábamos destinados a ser y a hacer, siempre debíamos poner nuestro conocimiento al servicio de Dios y de nuestros hermanos. Sus palabras se quedaron resonando en mi mente. La última vez que me había confrontado a las preguntas de por qué quería estudiar Lengua y literatura, para qué demonios servía eso y cómo iba a usarlo para ganarme la vida, había sido en la etapa previa a ingresar a la universidad. Me había tenido que defender de algunas personas que no entendían que yo quisiera estudiar algo a lo que me movía el amor por el conocimiento y no las aspiraciones económicas, y que en su incomprensión, me atacaban, o por lo menos yo lo sentía así; aunque debo decir en defensa de mis detractores, que en esos tiernos años muchas cosas me hacían sentirme atacada.
Ahora me lo preguntaba alguien en una situación enteramente distinta: por una parte, no lo hacía con tono de reproche o de burla, sino de buena voluntad; por otra, no estaba empezando sino acabando la escuela. Ya se habían disipado todas las nubes en que llevaba envuelta la cabeza al principio, y se suponía que habían dado paso a una certidumbre, pero ¿de qué? Creo que no me lo había planteado hasta entonces. ¿Cuál era el saldo entre expectativas y resultados? ¿Qué había ganado tras esos cuatro años de estudio? ¿La carrera servía para formar buenos lectores y qué más?
En fin, la retrospectiva era bastante nebulosa; lo que sí tenía claro era lo que estaba por venir: me iba a comer el mundo. Iba a renunciar a un trabajo que no me gustaba mucho pero que me había salvado de ser una “estudi-hambre”, vendería mi casa -la que me dejó mi mamá-, haría maletas y me iría a Cali a matricularme en la maestría del Instituto Caro y Cuervo. Me convertiría en una brillante investigadora, viajaría por todo el mundo, intercambiando puntos de vista, hipótesis y metodologías para estudiar fenómenos lingüísticos desconocidos; me moría de ganas por andar como Sapir metida en tierras exóticas, buscando la esencia del lenguaje; aspiraba a alcanzar la lucidez de Chomsky para trabajar en inteligencia artificial usando modelos generativos. Quería escribir mi propia gramática metafísica con categorías universales… Consideraba que quizá en la vejez, daría clases para aprovechar mi desbordante cúmulo de conocimientos.
De todo aquello lo único que pasó fue que renuncié a mi trabajo: algunas situaciones extremas se interpusieron en el resto de la ejecución del plan napoleónico. Digamos que obtuve mi título y mi cédula profesional y volví a casa. Luego nacieron mis hijos: me hicieron infinitamente feliz, pusieron mi mundo de cabeza, echaron abajo todo lo que creía tener por cierto. Sin embargo, me aferraba a los sueños de grandeza y no podía evitar sentirme frustrada en el aspecto profesional.
Después surgió la oportunidad de un trabajo más o menos cómodo en el periódico local: me permitía estar con los niños todo el día hasta las cuatro de la tarde y luego regresar a casa para acostarlos a las 10. Durante un año aproveché el tiempo que el camión se hacía al diario para mirar los sueños del pasado como a través de una vitrina, pero estaba contenta. Hacía algo en lo que era más o menos buena (editar), leía, escribía, tenía amigos, me pagaban. Luego vino un proyecto más grande: me invitaron a ser jefa de editores en un periódico nuevo. Lo tomé. En los siguientes seis meses hubo drama, romance, comedia y terror en fuertes dosis; las jornadas eran extenuantes. Finalmente terminaron con un gran aprendizaje y mi separación del proyecto. Volví a la casa.
Había crecido en un ambiente de madres trabajadoras, simplemente no concebía el hecho de quedarme a cuidar a los hijos. Era una perdedora, no había más qué decir. Todos habían tenido razón, no debí estudiar esa carrera, no debí de haberme ido a Xalapa; además me iba fatal como mamá y como ama de casa, no sabía ni por dónde empezar.
Bien, ésta es la parte de la historia donde se esperaría que sucediera algo decisivo que cambiara el rumbo gimoteante de la redacción. En realidad no hay tal cúspide narrativa. No sé bien cómo ocurrió que salí de ese laberinto de autocompasión. Sé que ayudó el alimentarme de la sonrisa de mis hijos todos los días: verlos crecer sanos y cada vez más fuertes, listos, independientes. Sé que ayudó mucho el que mi esposo me motivara a volver a hacer lo que me gustaba: pintar, leer, escribir. Finalmente otra pieza clave fue que empecé a dar clases en la UV de Lectura y Redacción.
Descubrí que sí podía poner lo que sabía al servicio de Dios (digo esto y asumo el riesgo de poner a sonar en la mente del lector las alarmas de fanática religiosa: iu, iu, iu, iuuuuuuuuuuuuu). No porque me considere un apóstol del idioma, ni una redentora ortográfica, sino porque considero que ser maestro brinda la oportunidad de adquirir humildad y de hacer algo bueno por otros. Es lo congruente después de haber estudiado lengua y literatura por amor al conocimiento.
Por supuesto, la senda es estrecha y está llena de baches: tampoco es que enseñar lectura y redacción sea sencillo. En primer lugar está la paradoja que entraña aplicar lo que aprendió uno en los cursos de educación superior, es decir, a ser empático con los estudiantes, a tratarlos como iguales, a darles su espacio... ¿Cierto…? ¡Falso! Uno llega al salón y descubre que lo que debió aprender fue técnicas para evitar que lo devoren. (Recuerdo que cuando pedí auxilio desde la jaula de los leones, lo que obtuve fue una frase que me sonó tan enigmática como un precepto taoísta: “tienes que hacerte un personaje”. “¡¿Qué?!” Al principio no lo entendí muy bien, pero ahora ya, después de varias tarascadas lo voy captando. Tiene que ver con no comprometerse emocionalmente, o al menos, con no hacerlo a lo bruto).
En segundo lugar, está lo complicado de captar la atención de los nativos digitales; encontrar referentes que sean significativos para ellos y transmitirles la importancia de actuar con conciencia lingüística. Uno se tiene que parar de cabeza y reírse y hacerlos reír. Hay un equilibrio delicado entre diseñar clases dinámicas y montar un circo, pero alcanzarlo toma mucho tiempo y se requiere fuerza de voluntad.
Enseñar pues, no se me da fácil. Continuamente quedo lejos de alcanzar los objetivos más básicos del curso; tampoco me pagan lo que solían pagarme en el periódico, pero estoy convencida de que trabajo por un fin mucho más noble.
Quiero seguirme preparando para ello. Yo creo en el producto que vendo: sé que el lenguaje y el idioma son armas delicadas y efectivas; sabiéndolas manejar, uno tiene mucho a su favor en todos los ámbitos y puede lograr lo que se proponga: desde tener relaciones sentimentales armónicas (se sorprendería el lector de la cantidad de gente interesada en este único aspecto), hasta obtener el trabajo ideal, llevarse bien con sus compañeros y familiares, mantenerse joven reinventándose diariamente. Suena como anuncio de psíquica estafadora, ¡pero así es!
He aquí varias cuartillas después de iniciado el viaje epistolar que sitúo mi petición. Hoy mis hijos tienen 6 y 7 años; cumplo pronto 8 de casada y soy muy feliz. Me siento plena: ya no añoro mis proyectos de conquistar el mundo, sin embargo sigo amando el conocimiento y sigo siendo una apasionada del estudio del lenguaje.
Quiero ingresar a la maestría en lingüística aplicada porque considero que la mejor forma de contribuir a la sociedad, es enseñando lo verdaderamente esencial que es la comunicación, la empatía con el que recibe el mensaje, el silencio interior, la claridad de pensamiento, el valor de las palabras. Creo que el lenguaje es una prueba fehaciente de que Dios existe (¿de nuevo suena la alarma?) y que está dentro de nosotros. Creo que su estudio científico es mi forma de servirle, por paradójico que suene. No pretendo que esto sea válido para nadie más. Sólo quiero seguir en este camino, andarlo y asombrarme.
Quizá mi visión sea anacrónica pero me sigue pareciendo que las fronteras pensamiento-lenguaje-realidad son muy borrosas, y que si el mundo en el que vivimos lo hemos edificado sobre conceptos, el lenguaje es la mejor herramienta para cambiar lo que no está funcionando en él. Sé, porque lo he aprendido duramente, que una situación lingüística no manejada adecuadamente puede desencadenar un despido laboral, la ruptura de una familia, el suicidio de un joven o toda una vida de amargura… Pensar en que a través del taller se puede guiar a los estudiantes en una pequeña parte del camino, mostrarles algunas trampas, atajos y rutas seguras de su lengua madre, me da tranquilidad y esperanza. Dicho esto… admítanme en la maestría o ardan en el fuego eterno. No es cierto. Gracias por leer.



Lourdes Peregrina
Enero, 2014


2 comentarios:

La señorita verde dijo...

También recuerdo que el sacerdote dijo que eso de formar buenos lectores no era tan descabellado, inmersos como estamos en un mundo donde pocos leen y por lo tanto pocos escuchan pocos critican, pocos cuestionan. Como a ti, a mí me dio esperanza ese momento. Ahora... bueno, en cuanto me reencuentre haré las maravillas profesionales que nunca definí, mientras tanto, disfruto el viaje.
Me encantó tu cata. ¿Te vas a estudiar la maestría? Oye, ¿de casualidad tienes la foto que nos tomaron esa vez en misa?¿Me la pasas? :D
¡Te quiero!

Lourdes dijo...

Hola amiga! No me voy a la maestría :) La escribí como ejercicio para un curso de redacción para maestras. Me gustaría que fuera realidad en un futuro: lo dejo en manos de Dios, porque en las mías está medio difícil. Esa misa fue muy especial. Sí tengo la foto, en algún lugar. Deja echarme un clavado en el baúl de los recuerdos y te la paso, ok? Te quiero mucho, mucho, mucho. Miles de abrazos y besos, güera. Gracias por leer y comentar. Es un honor tenerte como lectora :)