Carta de motivos para ingresar a la maestría en Lingüística Aplicada en
la UNAM
Cuando nos
graduamos de la carrera de Lengua y Literatura Hispánicas hicimos una misa de
acción de gracias. El grupo completo era de unas 35 personas, pero los
católicos practicantes no pasábamos de 10. Había poca gente en la iglesia; yo estaba
muy conmovida, pues me habría gustado que mi madre asistiera, pero ella había
muerto al empezar yo la escuela. De repente, me sacó de mis tristes reflexiones
una pregunta que lanzó el sacerdote a quemarropa: “¿cuál es el objetivo de su
carrera?”
Se hizo un silencio; me limpié las lágrimas y los mocos y traté de hilar
alguna idea, de decir algo, pero se me enredaban las palabras. Recuerdo que mis
compañeros tampoco hacían más que mirarse unos a otros un poco avergonzados,
sonriendo tímidamente… quizá si nos hubieran pedido una redacción… Eso sin duda,
habría sido más apropiado. Por fin consiguió hablar mi amiga Laura que dijo:
“formar buenos lectores”. Mi primo, que estaba una o dos filas atrás de
nosotros, los graduados, preguntó conteniendo apenas la risa: “¿y para eso
estudian tanto?”. Yo me indigné en silencio y le lancé una mirada asesina, pero
no podía hacer más.
Después el padre continuó diciendo que fuera lo que fuera
que estábamos destinados a ser y a hacer, siempre debíamos poner nuestro
conocimiento al servicio de Dios y de nuestros hermanos. Sus palabras se
quedaron resonando en mi mente. La última vez que me había confrontado a las
preguntas de por qué quería estudiar Lengua y literatura, para qué demonios
servía eso y cómo iba a usarlo para ganarme la vida, había sido en la etapa
previa a ingresar a la universidad. Me había tenido que defender de algunas
personas que no entendían que yo quisiera estudiar algo a lo que me movía el
amor por el conocimiento y no las aspiraciones económicas, y que en su
incomprensión, me atacaban, o por lo menos yo lo sentía así; aunque debo decir
en defensa de mis detractores, que en esos tiernos años muchas cosas me hacían
sentirme atacada.
Ahora me lo preguntaba alguien en una situación enteramente distinta: por
una parte, no lo hacía con tono de reproche o de burla, sino de buena voluntad;
por otra, no estaba empezando sino acabando la escuela. Ya se habían disipado
todas las nubes en que llevaba envuelta la cabeza al principio, y se suponía
que habían dado paso a una certidumbre, pero ¿de qué? Creo que no me lo había planteado
hasta entonces. ¿Cuál era el saldo entre expectativas y resultados? ¿Qué había
ganado tras esos cuatro años de estudio? ¿La carrera servía para formar buenos
lectores y qué más?
En fin, la retrospectiva era bastante nebulosa; lo que sí tenía claro era
lo que estaba por venir: me iba a comer el mundo. Iba a renunciar a un trabajo
que no me gustaba mucho pero que me había salvado de ser una “estudi-hambre”,
vendería mi casa -la que me dejó mi mamá-, haría maletas y me iría a Cali a matricularme
en la maestría del Instituto Caro y Cuervo. Me convertiría en una brillante
investigadora, viajaría por todo el mundo, intercambiando puntos de vista, hipótesis
y metodologías para estudiar fenómenos lingüísticos desconocidos; me moría de
ganas por andar como Sapir metida en tierras exóticas, buscando la esencia del
lenguaje; aspiraba a alcanzar la lucidez de Chomsky para trabajar en
inteligencia artificial usando modelos generativos. Quería escribir mi propia
gramática metafísica con categorías universales… Consideraba que quizá en la vejez,
daría clases para aprovechar mi desbordante cúmulo de conocimientos.
De todo aquello lo único que pasó fue que renuncié a mi trabajo: algunas
situaciones extremas se interpusieron en el resto de la ejecución del plan napoleónico.
Digamos que obtuve mi título y mi cédula profesional y volví a casa. Luego nacieron
mis hijos: me hicieron infinitamente feliz, pusieron mi mundo de cabeza, echaron
abajo todo lo que creía tener por cierto. Sin embargo, me aferraba a los sueños
de grandeza y no podía evitar sentirme frustrada en el aspecto profesional.
Después surgió la oportunidad de un trabajo más o menos cómodo en el
periódico local: me permitía estar con los niños todo el día hasta las cuatro
de la tarde y luego regresar a casa para acostarlos a las 10. Durante un año
aproveché el tiempo que el camión se hacía al diario para mirar los sueños del
pasado como a través de una vitrina, pero estaba contenta. Hacía algo en lo que
era más o menos buena (editar), leía, escribía, tenía amigos, me pagaban. Luego
vino un proyecto más grande: me invitaron a ser jefa de editores en un
periódico nuevo. Lo tomé. En los siguientes seis meses hubo drama, romance,
comedia y terror en fuertes dosis; las jornadas eran extenuantes. Finalmente
terminaron con un gran aprendizaje y mi separación del proyecto. Volví a la
casa.
Había crecido en un ambiente de madres trabajadoras, simplemente no
concebía el hecho de quedarme a cuidar a los hijos. Era una perdedora, no había
más qué decir. Todos habían tenido razón, no debí estudiar esa carrera, no debí
de haberme ido a Xalapa; además me iba fatal como mamá y como ama de casa, no
sabía ni por dónde empezar.
Bien, ésta es la parte de la historia donde se esperaría que sucediera
algo decisivo que cambiara el rumbo gimoteante de la redacción. En realidad no
hay tal cúspide narrativa. No sé bien cómo ocurrió que salí de ese laberinto de
autocompasión. Sé que ayudó el alimentarme de la sonrisa de mis hijos todos los
días: verlos crecer sanos y cada vez más fuertes, listos, independientes. Sé
que ayudó mucho el que mi esposo me motivara a volver a hacer lo que me
gustaba: pintar, leer, escribir. Finalmente otra pieza clave fue que empecé a
dar clases en la UV de Lectura y Redacción.
Descubrí que sí podía poner lo que sabía al servicio de Dios (digo esto y
asumo el riesgo de poner a sonar en la mente del lector las alarmas de fanática
religiosa: iu, iu, iu, iuuuuuuuuuuuuu). No porque me considere un apóstol del
idioma, ni una redentora ortográfica, sino porque considero que ser maestro
brinda la oportunidad de adquirir humildad y de hacer algo bueno por otros. Es
lo congruente después de haber estudiado lengua y literatura por amor al
conocimiento.
Por supuesto, la senda es estrecha y está llena de baches: tampoco es que
enseñar lectura y redacción sea sencillo. En primer lugar está la paradoja que
entraña aplicar lo que aprendió uno en los cursos de educación superior, es
decir, a ser empático con los estudiantes, a tratarlos como iguales, a darles
su espacio... ¿Cierto…? ¡Falso! Uno llega al salón y descubre que lo que debió aprender
fue técnicas para evitar que lo devoren. (Recuerdo que cuando pedí auxilio
desde la jaula de los leones, lo que obtuve fue una frase que me sonó tan
enigmática como un precepto taoísta: “tienes que hacerte un personaje”.
“¡¿Qué?!” Al principio no lo entendí muy bien, pero ahora ya, después de varias
tarascadas lo voy captando. Tiene que ver con no comprometerse emocionalmente,
o al menos, con no hacerlo a lo bruto).
En segundo lugar, está lo complicado de captar la atención de los nativos
digitales; encontrar referentes que sean significativos para ellos y
transmitirles la importancia de actuar con conciencia lingüística. Uno se tiene
que parar de cabeza y reírse y hacerlos reír. Hay un equilibrio delicado entre
diseñar clases dinámicas y montar un circo, pero alcanzarlo toma mucho tiempo y
se requiere fuerza de voluntad.
Enseñar pues, no se me da fácil. Continuamente quedo lejos de alcanzar
los objetivos más básicos del curso; tampoco me pagan lo que solían pagarme en
el periódico, pero estoy convencida de que trabajo por un fin mucho más noble.
Quiero seguirme preparando para ello. Yo creo en el producto que vendo:
sé que el lenguaje y el idioma son armas delicadas y efectivas; sabiéndolas
manejar, uno tiene mucho a su favor en todos los ámbitos y puede lograr lo que
se proponga: desde tener relaciones sentimentales armónicas (se sorprendería el
lector de la cantidad de gente interesada en este único aspecto), hasta obtener
el trabajo ideal, llevarse bien con sus compañeros y familiares, mantenerse
joven reinventándose diariamente. Suena como anuncio de psíquica estafadora,
¡pero así es!
He aquí varias cuartillas después de iniciado el viaje epistolar que
sitúo mi petición. Hoy mis hijos tienen 6 y 7 años; cumplo pronto 8 de casada y
soy muy feliz. Me siento plena: ya no añoro mis proyectos de conquistar el
mundo, sin embargo sigo amando el conocimiento y sigo siendo una apasionada del
estudio del lenguaje.
Quiero ingresar a la maestría en lingüística aplicada porque considero
que la mejor forma de contribuir a la sociedad, es enseñando lo verdaderamente
esencial que es la comunicación, la empatía con el que recibe el mensaje, el
silencio interior, la claridad de pensamiento, el valor de las palabras. Creo
que el lenguaje es una prueba fehaciente de que Dios existe (¿de nuevo suena la
alarma?) y que está dentro de nosotros. Creo que su estudio científico es mi
forma de servirle, por paradójico que suene. No pretendo que esto sea válido
para nadie más. Sólo quiero seguir en este camino, andarlo y asombrarme.
Quizá mi visión sea anacrónica pero me sigue pareciendo que las fronteras
pensamiento-lenguaje-realidad son muy borrosas, y que si el mundo en el que
vivimos lo hemos edificado sobre conceptos, el lenguaje es la mejor herramienta
para cambiar lo que no está funcionando en él. Sé, porque lo he aprendido
duramente, que una situación lingüística no manejada adecuadamente puede
desencadenar un despido laboral, la ruptura de una familia, el suicidio de un
joven o toda una vida de amargura… Pensar en que a través del taller se puede
guiar a los estudiantes en una pequeña parte del camino, mostrarles algunas
trampas, atajos y rutas seguras de su lengua madre, me da tranquilidad y
esperanza. Dicho esto… admítanme en la maestría o ardan en el fuego eterno. No
es cierto. Gracias por leer.
Lourdes Peregrina
Enero, 2014
2 comentarios:
También recuerdo que el sacerdote dijo que eso de formar buenos lectores no era tan descabellado, inmersos como estamos en un mundo donde pocos leen y por lo tanto pocos escuchan pocos critican, pocos cuestionan. Como a ti, a mí me dio esperanza ese momento. Ahora... bueno, en cuanto me reencuentre haré las maravillas profesionales que nunca definí, mientras tanto, disfruto el viaje.
Me encantó tu cata. ¿Te vas a estudiar la maestría? Oye, ¿de casualidad tienes la foto que nos tomaron esa vez en misa?¿Me la pasas? :D
¡Te quiero!
Hola amiga! No me voy a la maestría :) La escribí como ejercicio para un curso de redacción para maestras. Me gustaría que fuera realidad en un futuro: lo dejo en manos de Dios, porque en las mías está medio difícil. Esa misa fue muy especial. Sí tengo la foto, en algún lugar. Deja echarme un clavado en el baúl de los recuerdos y te la paso, ok? Te quiero mucho, mucho, mucho. Miles de abrazos y besos, güera. Gracias por leer y comentar. Es un honor tenerte como lectora :)
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