miércoles, 3 de septiembre de 2008

NUEVAS NOTAS

Advertencia: A medida que ha avanzado el texto, ha ganado terreno la fantasía a la verdad de los hechos, espero que si me paso, las protagonistas me lo demanden :) saludos a todos

La caída 1
-¿Necesitas algo (…), tienes sed?
-Sí, respondió Celeste, con voz entrecortada.
El mago hizo aparecer una fuente burbujeante de agua mineral.
-Preferiría un poco de jugo vivificante, si es posible.
Luego de acomodarse un poco, pues le costaba trabajo cambiar tan radicalmente de estado de ánimo, el mago, que era un sanador, se rió sinceramente.
-¿No eres un poco menor para tomar eso?
El jugo vivificante era una mezcla de infusión de yerbas y cítricos con semillas de la fruta del fuego. Sólo podían prepararlo magos muy experimentados y llevaba un proceso que incluía serenar el jugo a la luz de varias lunas llenas antes de embotellarlo para ser consumido.
-Tengo 40.
El sanador se sorprendió porque el hada parecía apenas mayor de 16.
-¿Y tu hermana?
-40.
-¿También? ¿Son gemelas?
-¡Ah, no! Es que yo tengo 45.
-¡Jajajajajajaja! Te quitas la edad hasta en momentos de tanta gravedad.
La magia de Celeste era así, como le había dicho Amanecer al entregarle su varita: una luz en la oscuridad, era capaz de convertir un alarido o un sollozo en mil sonrisas, así fuera en medio de la desolación más absoluta.
-Bueno, dijo el mago, te daré un vaso, pero sólo por estar en estas circunstancias, porque a veces se lo he negado incluso a mis consejeros más fieles.
Celeste bebió sorbos cortos y luego apuró el vaso con su única mano libre, hasta el fondo.
Cuando el mago le acercó una gasa para que se limpiara las comisuras, ella advirtió la dulzura de sus ojos con notas marrones y miel.
Ninguno de los dos sabía cuánto tiempo más iban a estar ahí. Suspiraron y se rieron de suspirar al mismo tiempo.
-Tú… usted, ¿vio lo que le pasó a mis hermanas?
-Sí, yo iba hacia las colinas del enhebro, cuando el aire se detuvo.
-¿El aire se detuvo?
-Sí y al preguntarle por qué, dos hojas azules me cayeron en las manos.
El mago guardó silencio. Juntó sus manos en el mentón y miró por encima de Celeste.
Ella se apresuró a hablar, porque presintió que el mago le explicaría los alcances de la caída de sus hermanas y le quitaría su esperanza, la última, de que sólo estuvieran desmayadas.
-Yo sé que van a estar bien, ellas son muy fuertes ¡Roble ha sobrevivido a una cantidad de caídas! Desde que era un capullo, se caía de la cama, del barandal de la escalera, brincando la cuerda, del árbol al que da nuestra ventana… Y Luna, ella siempre ha sido muy precavida, muy consciente, no da un paso sin analizarlo dos veces y tener siempre en cuenta las consecuencias. No tengo idea de qué fue lo que pasó, pero yo creo que ellas mismas me lo explicarán cuando despierten.
El mago no dijo nada y siguió mirando por encima de ella. Después se levantó para ir hacia algún lado que quedaba fuera de la vista del hada que seguía atrapada.
Cuando volvió, le puso en la mano un puño de pétalos de suave aroma.
Celeste no supo por qué al instante de tocar aquella materia tersa y cálida, tuvo la sensación de desplomarse, como si hubiera estado suspendida.
Cerró los ojos.
Se sentía más atrapada todavía bajo el peso del dolor, al que la angustia había cedido su lugar. No había donde esconderse de esa verdad aplastante como la rama que tenía encima.
Se aferró a oír el canto del bosque que apenas podía escucharse entre la confusión de magos voluntarios que se habían reunido para ayudarla. Le parecía la única manera de no perder la razón, de mantenerse consciente y alerta. Todavía faltaba tiempo para que la rescataran y las maniobras no serían fáciles.
Se distrajo con todo lo que pudo pero no podía evitar que todos sus pensamientos la condujeran a aquella tarde en que su padre les llenó las manos de pétalos marchitos y les explicó que era en lo que un día, magos, hadas, brujas, duendes, faunos, todos, nos convertíamos.
El mago y el hada permanecieron en silencio mucho rato, pero silencio es un decir, porque como ya dije, la multitud congregada hacía mucho ruido. Sanadores, ayudantas, magos constructores, el bosque era otro Babel aquel medio día.
De pronto, una voz se alzó por encima de las demás: ¡Había llegado el mago de oriente!
Celeste se puso contenta y triste. Se dijo a sí misma muchas cosas para convencerse de que eran buenas noticias que por fin quedaría libre de aquel peso enorme.
El mago de oriente, que era muy alto y anciano, se acercó a Celeste. La tomó de la barbilla para ver sus ojos. Los examinó como si buscara en ellos algo, no en sentido figurado, sino como si pudiera sacar de ahí una herramienta con la cual levantar la rama que mantenía cautiva a la hija mayor del mago Melquíades, su amigo de la infancia. Se agachó y movió la cara de Celeste hacia la izquierda y hacia la derecha para ver mejor. Luego se levantó, se acomodó la túnica y los lentes. Después cruzó miradas con el sanador.
La multitud contenía la respiración. Las palabras con que se ofrecerían a ayudar en lo que fuera necesario para liberar al hada pugnaban por salir de sus bocas pero el mago no daba oportunidad. No comprendían por qué no actuaba, no daba instrucciones, no hacía uso del rinodonte cobrizo que habían traído de un continente lejano a través de un complicado proceso de teletransportación…
Por fin, el mago habló:
-Niña, tienes que llorar.
Todos lo miraron sorprendidos, incluida Celeste, ¿qué quería decir aquello? Era la frase más alejada de lo que todos pensaban que el mago diría a continuación del examen de los hechos.
Él, leyendo esa expresión en sus ojos, le tradujo:
-Si no lloras, la rama no te va a dejar salir.
Celeste calló por un momento. Quiso protestar, decir que si los más poderosos hechizos de los magos ahí congregados, que eran muchos, no habían podido contra la rama, las simples lágrimas de un hada no iban a liberarla. Incapaz de interpelar al anciano mago de oriente, Celeste buscó la mirada del sanador. Éste se llevó el pulgar y el índice al entrecejo y cerró los ojos, como tratando de interiorizar aquel parlamento en apariencia, absurdo.
Cuando abrió los ojos, el hada lo seguía mirando y él sólo la animó con un gesto, a hacer lo que el mago decía.
No era fácil para Celeste, quien se había programado mentalmente para soportar el dolor, la angustia y el miedo, a canalizarlos para no abandonarse a ellos.
-No puedo hacerlo, susurró el hada. Es lo único que no puedo hacer por el momento, aparte, claro está, de salir caminando de aquí, dijo Celeste, asombrada de su sarcasmo amargo, lujo que jamás se habría permitido de saber que el mago había sido tan amigo de su padre.
-Pues entonces, -dijo el mago de oriente quitándose sus lentes para limpiarlos con la túnica azul, sentémonos aquí a esperar que lo logres.
El murmullo se fue abriendo paso entre los bloques de silencio como lenta agua sobre hielo hasta que los venció por completo.
Celeste era observada con inquietud, con pena, mientras infructuosamente trataba de llorar, avergonzada de su comportamiento airado.
Trató de pensar en cosas tristes pero no en que podría haber sido la última vez que viera a sus hermanas. Recordó aquella tarde en que el árbol perfumado la arrojó de sus ramas y cayó, llena de magulladuras, y se marchó para siempre. Otra vez cuando estaba cuidando a su capullo y en un descuido éste se resbaló y se golpeó tan fuerte que creyó que lo perdería. Finalmente trajo a su mente los recuerdos de cuando el capullo, ya convertido en un hermoso bebé, enfermó e impedido para respirar, se ahogaba sin remedio. Fue entonces que por fin pudo llorar, al volver a vivir la impotencia de curarlo con amor y magia, de verlo sufrir sin poder hacer más que permanecer a su lado, sufriendo más que nunca.
Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos color canela, suavemente, pero poco a poco se convirtieron en un llanto desesperado.
Sin darse cuenta, la lluvia de tristeza cayó sobre la rama, que empezó a crujir hasta hacerse más frágil que un junco.
El mago se le acercó y le puso una mano cerca de la frente.
-Ahora estás libre, vete Celeste, ve a la casa de tus padres. Tu hermana te está esperando. Ya no llores más.

Ceke
Luna abrió enormes sus ojos aceituna al descubrir que el manual para adiestrar a su nueva tortuga estaba en idioma troll. El día anterior se había aparecido un biomago para regalársela porque él se iba del país de las Cuatro Estaciones y no podía llevarse a la pequeñita en el largo viaje que iba a hacer. En cuanto la tuvo, corrió a la biblioteca de su padre a buscar un manual sobre tortugas, pero sólo encontró aquél, para adiestrar a una como mascota –en el país de las cuatro estaciones, las tortugas podían ser muy feroces y nada amigables- y además estaba en idioma troll.
Ceke era de color azul turquesa. Cuando el biomago se la puso en la mano, su caparazón destellaba en decenas de tonos desde el celeste hasta el índigo. A Luna le pareció que era muy hermosa y la tortuga, sintiéndose acariciada, asomó la cabeza hasta que Luna pudo ver sus ojos.
Sería su nueva compañera y le enseñaría a hacer todo lo que decía el manual: saludar, jugar, indagar caminos seguros y detectar presencias que más valía evitar, haciendo un rodeo. Eso lo había descubierto en el índice del manual tras largas horas de estudio en la biblioteca, a la luz de una vela, diccionario de troll en mano.
En su tercer día juntas, para celebrar, Luna llevó a Ceke a su lugar especial. Era un cráter en medio del bosque.
El lugar era difícil de penetrar y conocer, pero Luna se había aprendido las marcas del camino: un tronco caído con musgo y campanillas azules sobre él, una enramada sobre el barranco y un camino de tierra roja. Era algo solitario y húmedo, pero la recompensa sobrepasaba por mucho los inconvenientes: era un sitio precioso, ideal para estar a solas y escucharse uno mismo o también para decir secretos. Los árboles se erguían en derredor de un círculo respetando quizá los restos de alguna estrella que yaciera ahí debajo.
Era un jardín enorme y uno sentía ganas de bailar y cantar de alegría estando en él.
Después de ese día, Ceke y Luna se volvieron inseparables. Luna aprendió a traducir del troll, con mucho esfuerzo; Ceke, a su vez, no sólo fue capaz de seguir sus instrucciones sino que aprendió el idioma de las hadas y de los trolls, y adquirió una cultura muy vasta en cuanto aprendió a leer en ambos idiomas.
Luna jamás la olvidaría aunque la perdiera poco después.

Ámbar va a buscar yerbas
La noche de San Juan era algo que Ámbar había esperado desde que entró como aprendiz al laboratorio del mago Saponino de Arañuela. Sus compañeros ya le habían dicho que a la colecta de yerbas para todo el año que se hacía esa noche, el mago Saponino sólo llevaba un ayudante y que desde que ellos estaban ahí, nadie más que Bighar había obtenido el privilegio.
Había muchos mitos al respecto. Se decía que después de toda una noche de andar por caminos desérticos, las plantas florecían a los pies del mago y el aprendiz, indicándoles cuáles debían cortar y que al final de la jornada, ambos bebían de la punta de una estrella. Alguien más había contado que el mago era capaz de hacer aparecer una aurora boreal para premiar la prudencia del aprendiz, con unos pases mágicos y una danza.
Sin embargo, lo que más excitaba la curiosidad de Ámbar era que el recorrido incluía pasar sobre un abismo donde se decía que habitaban los más aterradores monstruos, pero sin peligro gracias a la poderosa magia de Saponino.
Ámbar soñaba con esa excursión a pesar de que entre los rumores también había algunos bastante desalentadores. La más mínima falta de atención ponía en riesgo la vida de ambos y ya una vez, el mago Saponino había perdido un pupilo.
El hada sabía que era lo bastante fuerte para pasar cualquier prueba si el mago le otorgaba el privilegio. A su vez, Bighar se sentía seguro de ser el elegido por sus numerosos méritos en el arte de la alquimia, el cual era su favorito y donde no había quién lo superara, salvo por supuesto, el propio Saponino.
Decidida, Ámbar dejó de copiar el procedimiento para extraer agua de un ópalo, y se acercó a la mesa del mago Saponino.
Ya había repasado su estrategia y estaba lista, sin embargo cuando ya había captado la atención del mago, el aprendiz Bighar también se acercó, quizá sospechando algo.
Saponino los miró a los dos, se quitó las gafas y se acomodó en su silla. Ámbar respiraba un poco agitadamente y como siempre que se ponía nerviosa, el ojo izquierdo se le desviaba hacia la nariz. Bighar por su lado, abría y cerraba las manos, las pasaba por encima de la mesa, las estrechaba, tampoco podía evitar que su ansiedad saliera a flote.
-Ya está, les dijo: ambos quieren acompañarme la noche de San Juan, pero ninguno de los dos tiene idea de que lo que tengo planeado para esta ocasión, puede resultar muy peligroso.
Los aprendices se miraron. Aunque tenía el pelo casi todo blanco, Saponino tenía el porte de un joven de no más de 30 años, y entre sus pasatiempos estaban desatar carcajadas al liberar flatulencias en las aulas donde se tomaba examen y coquetear con jovencitas. Sin embargo, era de todos sabido que no se tentaba el corazón para probar a sus alumnos, pues consideraba que el arte de la Alquimia sólo podían practicarlo ‘almas templadas’ como él las llamaba.

Primero se atrevió Bighar.
-Pues con todo respeto, maestro, creo que tengo los méritos y la preparación para acompañarlo y cumplir con las instrucciones que me dé, como ya he hecho otras veces, al parecer, satisfactoriamente. Soy el aprendiz más antiguo del laboratorio y no veo por qué tenga que competir por obtener un lugar que tengo por demás ganado.
Una vez terminada la muestra de suficiencia de Bighar, el mago y el aprendiz voltearon a mirar al hada, cuyo ojo había vuelto a su posición normal, pues Ámbar había conseguido tranquilizarse.
-Pues yo me he aplicado bastante también, he cumplido con las tareas que me ha asignado incluida aquella repugnante succión de ácido de Komodo de la boca de un dragón, he leído todos los manuales, he traducido cuando ha sido necesario, soy la primera en entregar las pociones correctamente preparadas y…
-No, no, Ámbar, no necesito una apología de tus atributos como aprendiz. Sólo quiero que me digas por qué quieres ir y qué crees que es lo que vas a descubrir en ese viaje, digo, en caso de que decida que nos acompañes.
El aprendiz Bighar sonrió porque se dio cuenta de que lo único que estaba en disputa era la compañía de un aprendiz extra, no su lugar, que como él había dicho, lo tenía más que ganado por méritos y experiencia.
-Pues quiero ir porque sé que a donde vamos…
-Sí, -la apresuró Saponino al ver que disminuía su entusiasmo oratorio.
-Sé que uno puede verse a sí mismo como es y también obtener respuestas a algunas preguntas.
El mago Saponino y el aprendiz Biggar se quedaron en silencio mirándola, sopesando sus palabras, sorprendidos acaso de la prudencia que reflejaban, ya que “prudente” no hubiera sido jamás el adjetivo que usaran para calificar a Ámbar.
-¡Respuestas, eh! –dijo finalmente Saponino. Respuestas es lo que te van a sobrar, pero qué vas a hacer con ellas, tonta, eso es lo que quiero ver y sólo por eso te voy a llevar. No creas que es ningún privilegio, al contrario, regresando –si es que regresas- puedes perder tu lugar en el laboratorio y tu licencia de aprendiz. ¡Respuestas, já! Ya verás cuáles son las respuestas que te da la montaña.
Contenta, Ámbar no prestó atención a las amenazas veladas de Saponino. Las tomó por fanfarronadas y se apuró a volver a su método para extraer agua del ópalo.

1 comentario:

Unknown dijo...

Hola, solamente para mandarte un saludo, sigue escribiendo y amando a los tuyos...un abrazo fuertototote.